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La piel de la navidad


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En ese mun­do del que hablo en vano, todavía no han vis­to la estrel­la de Belén. Ese mun­do que me des­gar­ra mi huma­na exis­ten­cia, es el mun­do de aquel­los seres que la noche del 24 se acos­tarán como todas las noches, con las manos afer­ra­das a la nada, sin pro­bar ambrosías ni cenas, y sin sen­tir la cáli­da piel de la navi­dad

Escribe Joan Gui­ma­ray Moli­na [[Per­io­dis­ta y escri­tor peruano.

janoguimaray@hotmail.com

http://joanguimaray.blogspot.com]]

Desde niño siempre escu­ché a la gente decir: ‘¡feliz navi­dad!’. A los veci­nos más cer­ca­nos vi abra­zarse con las son­ri­sas nume­ra­das. La ale­gría parecía bro­tar desde sus entrañas. Desde sus entrañas parecía bro­tar la ale­gría. Entonces, en mi estul­ta pue­ri­li­dad pen­sé que la navi­dad era sinó­ni­mo de ale­gría, creí que era la fies­ta de todas las razas y el rego­ci­jo de todas las condi­ciones sociales. Pen­sé que por lo menos por ese día, la ausen­cia de la tris­te­za era inexo­rable y que el mun­do que­da­ba exen­to de voces las­ti­me­ras y de dolores cru­jientes. Pero, más tarde con el inelu­dible peso de las esta­ciones sobre mis hom­bros, supe que un buen tra­mo de la vida había cami­na­do como muchos, embria­ga­do con el olor de lechones y pavos al hor­no y encan­ta­do con el edul­co­rante aro­ma de cho­co­lates calientes y pane­cil­los con fru­tas confi­ta­das; has­ta que mi pro­pia inquie­ta ado­les­cen­cia me llevó a des­cu­brir otros parajes, lúgubres lugares de los que jamás había teni­do ni la más remo­ta idea de su exis­ten­cia, dis­tin­tos andur­riales, donde la cele­bra­da fies­ta de la nati­vi­dad, en lugar de abri­garme el sem­blante con el encan­to de su man­to y mos­trarme su acos­tum­bra­do traje de ale­gría, lo que hizo fue lace­rarme el alma gol­peán­dome en las cuer­das de mi sen­si­bi­li­dad con su silente tris­te­za sin hori­zontes y sus pro­fun­dos suspi­ros de impo­ten­cia y de eter­na resi­gna­ción. Pues, allí nadie tenía las ‘noches bue­nas’, ni nadie decía: ¡felices pascuas!

Desde aquel día en que des­cu­brí esa otra cara de la navi­dad, se me caye­ron de mi hemis­fe­rio todos mis infan­tiles recuer­dos de las pasa­das ‘noches bue­nas’. Aho­ra, cada vez que se aproxi­man estas anuales fies­tas del fin y del comien­zo, lo úni­co que sien­to recor­rer por mis des­co­no­ci­dos riba­zos, es el esco­zor de la tris­te­za, mien­tras que un enorme desen­can­to me envuelve la exis­ten­cia, recordán­dome que a más de 2 mil años de la pri­me­ra nati­vi­dad, el gene­ro huma­no sigue sien­do un eter­no errante sobre la faz de la tier­ra. Pues la teo­manía de gober­nantes, la sober­bia de jefes de Esta­do, la arro­gan­cia de inven­tores, la genia­li­dad de los cientí­fi­cos, y el prag­ma­tis­mo de los tecnó­cra­tas, no han podi­do resol­ver la pobre­za huma­na. De modo que, mien­tras en el Perú como en el mun­do exis­tan mil­lones de seres famé­li­cos, y mien­tras por las calles y pla­zas de las grandes metró­po­lis deam­bu­len niños con estó­ma­gos vacíos y sin nin­gu­na espe­ran­za de nada, pues la navi­dad seguirá sien­do una exclu­si­va fies­ta de los que tie­nen dine­ro, de esos que contro­lan los grandes mer­ca­dos, y de aquel­los que creen que son los úni­cos dueños del mun­do. Entre tan­to, jamás sen­tirán ni siquie­ra la fugaz ale­gría de navi­dad, los que per­te­ne­cen al otro mun­do del que me refie­ro, un mun­do donde nadie sabe de rega­los navi­deños, tam­po­co de árboles y luces, ni de tar­je­tas y vil­lan­ci­cos, y mucho menos del olor de las cenas. Es un mun­do dis­tin­to del otro, donde los Quispe, los Mama­ni, los Chu­qui­ru­na, los Cho­que­huan­ca, los Chum­biau­ca y otros, siguen sien­do eter­nos foras­te­ros en su pro­pia tier­ra. A ellos, no les tocará la puer­ta ese gene­ro­so vie­jo de bar­bas blan­cas tra­jea­do de rojo. Allí, nadie reci­birá rega­los ni excla­mará: ¡Papá Noél! Tam­po­co pasarán por allí: Mel­chor, Gas­par ni Bal­ta­sar. En ese mun­do del que hablo en vano, todavía no han vis­to la estrel­la de Belén. Ese mun­do que me des­gar­ra mi huma­na exis­ten­cia, es el mun­do de aquel­los seres que la noche del 24 se acos­tarán como todas las noches, con las manos afer­ra­das a la nada, sin pro­bar ambrosías ni cenas, y sin sen­tir la cáli­da piel de la navidad.

Joan Guimaray
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